lunes, 29 de septiembre de 2014

LEYENDA

Trabajo para cambio del final para el grado 8-2

Tomado de:
"El sol babea jugo de piña"
ANTOLOGÍA DE LAS LITERATURAS INDÍGENAS DEL ATLÁNTICO, EL PACÍFICO Y LA SERRANÍA DEL PERIJÁ.


LEYENDA DE LA COCHA
Había una noticia entre los indígenas, [traída] por los médicos y brujos tomando el yagé:
Que pasaría un hombre en compra de chicha. Nadie podría venderle ni tampoco obsequiarle. [Los médicos y brujos] informaron al gobernador del pueblo. Este prohibió por completo. [Advirtió] que si este disparate lo hicieran, que este valle se convertía en una laguna. De manera que todos los naturales tenían bastante cuidado. De esta manera pasaron varias semanas, cuando de repente se apareció un hombre vejancón. Andaba de casa en casa en pregunta de chicha. No le quisieron vender, pero resulta que se fue al campo, en donde encontró a unos niños en una casa. Les preguntó que si tenían bebida. Ellos le contestaron que sí. A lo cual quedó contentísimo. Los pobres niños le invitaron que dentre, «siéntese en el banco». Entonces les volvió a exigir que le vendieran la bebida, siquiera medio centavo, porque se estaba muriendo de sed. Los pobrecitos cuidadores le pasaron en una totuma grande al visitante. Lo recibió con toda la alegría. Les dio las muchas gracias. En vez de bebérselo se lo vació en la cabeza diciendo:
–Ahora sí voy a apagar la sed.
Cuando a los pocos momentos comenzó a brotar agua por los alrededores de la casa. Se humedeció la tulpa (fogón de tres piedras) y se fue llenando de agua la sala. Al ver esto los pobrecitos se subieron a la troja (zarzo) para salvar la vida. Mientras el visitante decía:
–Ahora sí me hice dueño de todo esto, esta es la propia casa para yo vivir.
Cosa que a todos los habitantes los hundió con el agua. Algunas personas que se escaparon porque vivían en laderas, poblaron el Valle de Sibundoy, Pueblo Grande. Después de un largo tiempo, de la profundidad de La Cocha [laguna] salía un conejo en figura de hombre que conversaba con la gente y les informaba que dentro de La Cocha había gente viviendo y tenían todo que comer. Para comprobarle, le contestaron que les trajera algo. El conejillo se comprometió y al día siguiente regresó, trayendo arracacha, ñame, maíz mocado, sixe (boro, santosoma), haba de árbol. Lo pusieron a cocinar y todos comieron. Resulta que se empacharon (cólico). Casi se mueren. Tuvieron que acudir al médico para que les cure de ese mal. Toda la gente tenía interés de sembrar. En la nueva visita le dijeron al conejo para que les trajera las semillas y este cumplió con el compromiso cada quince días. La gente tuvo tanto interés que en los años hasta la presente existe esta comida. Creen los mayores hasta ahora que si no fuera por el conejo no tuvieran qué comer.

(Henao, 1982: 14-15)

miércoles, 24 de septiembre de 2014

DEFINICIÓN "LA LEYENDA"

LA LEYENDA
Una leyenda es una narración de hechos naturales, sobrenaturales o mezclados, que se transmite de generación en generación en forma oral o escrita. Generalmente, el relato se sitúa de forma imprecisa entre el mito y el suceso verídico, lo que le confiere cierta singularidad.
Se ubica en un tiempo y lugar que resultan familiares a los miembros de una comunidad, lo que aporta al relato cierta verosimilitud. En las leyendas que presentan elementos sobrenaturales, como milagros, presencia de criaturas férricas o de ultratumba, etc., estos se presentan como reales, pues forman parte de la visión del mundo propia de la comunidad en la que se origina la leyenda[A1] . En su proceso de transmisión a través de la tradición oral las leyendas experimentan a menudo supresiones, añadidos o modificaciones que expresan un estado extraño, surgiendo así todo un mundo lleno de variantes.
Se define a la leyenda como un relato folclórico con bases históricas.1 Una definición profesional moderna ha sido propuesta por el folclorista Timothy R. Tangherlini en 1990:2
"Típicamente, la leyenda es una narración tradicional corta de un solo episodio, altamente ecotipificada,3 realizada de modo conversacional, que refleja una representación psicológica simbólica de la creencia popular y de las experiencias colectivas y que sirve de reafirmación de los valores comúnmente aceptados por el grupo a cuya tradición pertenece".
Contrariamente al mito, que se ocupa de dioses,4 la leyenda se ocupa de hombres que representan arquetipos (tipos humanos característicos), como el del héroe o el anciano sabio, como se aprecia por ejemplo en las leyendas heroicas griegas y en las artúricas.5
CARACTERÍSTICAS
Una leyenda, a diferencia de un cuento, está ligada siempre a un elemento preciso y se centra en la integración de este elemento en el mundo cotidiano o la historia de la comunidad a la cual pertenece. Contrariamente al cuento, que se sitúa dentro de un tiempo («Érase una vez...») y un lugar (por ejemplo, en el Castillo de irás ya no volverás) convenidos e imaginarios, la leyenda se desarrolla habitualmente en un lugar y un tiempo preciso y real, aunque aparecen en ellas elementos ficticios (por ejemplo, criaturas fabulosas, como las sirenas).
Como el mito, la leyenda es etiológica, es decir, tiene como tarea esencial dar fundamento y explicación a una determinada cultura. Su elemento central es un rasgo de la realidad (una costumbre o el nombre de un lugar, por ejemplo) cuyo origen se pretende explicar.
Las leyendas se agrupan a menudo en ciclos alrededor de un personaje, como sucede con los ciclos de leyendas en torno alRey Arturo, Robin Hood, el Cid Campeador o Bernardo del Carpio.
Las leyendas contienen casi siempre un núcleo histórico, ampliado en mayor o menor grado con episodios imaginativos. La aparición de los mismos puede depender de motivaciones involuntarias, como errores, malas interpretaciones (la llamadaetimología popular, por ejemplo) o exageraciones, o bien de la acción consciente de una o más personas que, por razones interesadas o puramente estéticas, desarrollan el embrión original.
Cuando una leyenda presenta elementos tomados de otras leyendas se habla de «contaminación de la leyenda»

Clases de leyenda
Se pueden clasificar de dos formas:
Por su temática:
1.    Leyendas etológicas: aclaran el origen de los elementos inherentes a la naturaleza, como los ríos, lagos y montañas.
2.    Leyendas escatológicas: acerca de las creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba.
3.    Leyendas religiosas: historias de justos y pecadores, pactos con el diablo, episodios de la vida de santos.
Por su origen:
1.    Leyendas urbanas: pertenecen al folclore contemporáneo, circulan de boca en boca, etc.
2.    Leyendas rurales: solo las leyendas válidas en el campo, porque no tienen lugar o adaptación para las urbanas.
3.    Leyendas locales: es una narración popular de un municipio, condado o provincia.
Algunas leyendas pueden ser clasificadas en más de un grupo, ya que por su temática abordan más de un tema es decir pueden hablar de diferentes temas un ejemplo es una leyenda Fantasiosa.






 [A1]Hasta aquí 8-1. Martes 23 de sep 2014

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Cacique Guaicaipuro Cuatemoc

Fecha de entrega: 04 de septiembre de 2014

(comentario 20 renglones)

Exposición
[Discurso: Texto completo]
Cacique Guaicaipuro Cuatemoc
Discurso del cacique mexicano Guaicaipuro Cuatemoc ante la reunión de Jefes de Estado de la Comunidad Europea, el 8 de febrero de 2002.
Aquí pues yo, Guaicaipuro Cuatemoc, he venido a encontrar a los que celebran el encuentro.
Aquí pues yo, descendiente de los que poblaron la América hace cuarenta mil años, he venido a encontrar a los que la encontraron hace sólo quinientos años.
Aquí pues, nos encontramos todos. Sabemos lo que somos, y es bastante. Nunca tendremos otra cosa.
El hermano aduanero europeo me pide papel escrito con visa para poder descubrir a los que me descubrieron.
El hermano usurero europeo me pide pago de una deuda contraída por Judas, a quien nunca autoricé a venderme.
El hermano leguleyo europeo me explica que toda deuda se paga con intereses aunque sea vendiendo seres humanos y países enteros sin pedirles consentimiento.
Yo los voy descubriendo.
También yo puedo reclamar pagos y también puedo reclamar intereses. Consta en el Archivo de Indias, papel sobre papel, recibo sobre recibo y firma sobre firma, que solamente entre el año 1503 y 1660 llegaron a San Lucas de Barrameda 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata provenientes de América.
¿Saqueo? ¡No lo creyera yo! Porque sería pensar que los hermanos cristianos faltaron a su Séptimo Mandamiento.
¿Expoliación? ¡Guárdeme Tanatzin de figurarme que los europeos, como Caín, matan y niegan la sangre de su hermano!
¿Genocidio? Eso sería dar crédito a los calumniadores, como Bartolomé de las Casas, que califican al encuentro como de destrucción de las Indias, o a ultrosos como Arturo Uslar Pietri, que afirma que el arranque del capitalismo y la actual civilización europea se deben a la inundación de metales preciosos!
¡No! Esos 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata deben ser considerados como el primero de muchos otros préstamos amigables de América, destinados al desarrollo de Europa. Lo contrario sería presumir la existencia de crímenes de guerra, lo que daría derecho no sólo a exigir la devolución inmediata, sino la indemnización por daños y perjuicios.
Yo, Guaicaiputo Cuatemoc, prefiero pensar en la menos ofensiva de estas hipótesis. Tan fabulosa exportación de capitales no fueron más que el inicio de un plan "MarshallTesuma" para garantizar la reconstrucción de la bárbara Europa, arruinada por sus deplorables guerras contra los cultos musulmanes, creadores del álgebra, la poligamia, el baño cotidiano y otros logros superiores de la civilización.
Por eso, al celebrar el Quinto Centenario del Empréstito, podremos preguntarnos:
¿Han hecho los hermanos europeos un uso racional, responsable o por lo menos productivo de los fondos tan generosamente adelantados por el Fondo Indoamericano Internacional?
Deploramos decir que no.
En lo estratégico, lo dilapidaron en las batallas de Lepanto, en armadas invencibles, en terceros reichs y otras formas de exterminio mutuo, sin otro destino que terminar ocupados por las tropas gringas de la OTAN, como en Panamá, pero sin canal.
En lo financiero, han sido incapaces, después de una moratoria de 500 años, tanto de cancelar el capital y sus intereses, cuanto de independizarse de las rentas líquidas, las materias primas y la energía barata que les exporta y provee todo el Tercer Mundo.
Este deplorable cuadro corrobora la afirmación de Milton Friedman según la cual una economía subsidiada jamás puede funcionar y nos obliga a reclamarles, para su propio bien, el pago del capital y los intereses que, tan generosamente, hemos demorado todos estos siglos en cobrar. Al decir esto, aclaramos que no nos rebajaremos a cobrarle a nuestro hermanos europeos las viles y sanguinarias tasas del 20 y hasta el 30 por ciento de interés, que los hermanos europeos le cobran a los pueblos del Tercer Mundo. Nos limitaremos a exigir la devolución de los metales preciosos adelantados, más el módico interés fijo del 10 por ciento, acumulado sólo durante los últimos 300 años, con 200 años de gracia. Sobre esta base, y aplicando la fórmula europea del interés compuesto, informamos a los descubridores que nos deben, como primer pago de su deuda, una masa de 185 mil kilos de oro y 16 millones de plata, ambas cifras elevadas a la potencia de 300.
Es decir, un número para cuya expresión total, serían necesarias más de 300 cifras, y que supera ampliamente el peso total del planeta Tierra. Muy pesadas son esas moles de oro y plata.
¿Cuánto pesarían, calculadas en sangre?
Aducir que Europa, en medio milenio, no ha podido generar riquezas suficientes para cancelar ese módico interés, sería tanto como admitir su absoluto fracaso financiero y/o la demencial irracionalidad de los supuestos del capitalismo. Tales cuestiones metafísicas, desde luego, no nos inquietan a los indoamericanos.
Pero sí exigimos la firma de una Carta de Intención que discipline a los pueblos deudores del Viejo Continente, y que los obligue a cumplir su compromiso mediante una pronta privatización o reconversión de Europa, que les permita entregárnosla entera, como primer pago de la deuda histórica...
FIN

lunes, 3 de marzo de 2014

CUENTO: El diablo en el campanario

(UN BUEN TEXTO DESCRIPTIVO)



El diablo en el campanario    
                                                                    Edgar Allan Poe 
               
¿Qué hora es?
-Antiguo adagio

Tomado de:
                                                        www.ciudadseva.com

Todo el mundo sabe, de una manera general, que el lugar más hermoso del mundo es -o era, ¡ay!- la villa holandesa de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a alguna distancia de cualquiera de los caminos principales, en una situación en cierto modo extraordinaria, quizá muy pocos de mis lectores la hayan visitado. Para estos últimos convendrá que sea algo prolijo al respecto. Y ello es en verdad tanto más necesario cuanto que si me propongo hacer aquí una historia de los calamitosos sucesos que han ocurrido recientemente dentro de sus límites, lo hago con la esperanza de atraer la simpatía pública en favor de sus habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará de que el deber que me impongo será cumplido en la medida de mis posibilidades, con toda esa rígida imparcialidad, ese cauto examen de los hechos y esa diligente cita de autoridades que deben distinguir siempre a quien aspira al título de historiador.
Gracias a la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e inscripciones estoy capacitado para decir, positivamente, que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su origen, en la misma exacta condición que aún hoy conserva. De la fecha de su origen, sin embargo, me temo que sólo hablaré con esa especie de indefinida precisión que los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, puedo decirlo, teniendo en cuenta su remota antigüedad, no ha de ser menor que cualquier cantidad determinable.
Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss, me confieso, con pena, en la misma falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado punto -algunas agudas, algunas eruditas, algunas todo lo contrario- soy incapaz de elegir ninguna que pueda considerarse satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg -que casi coincide con la de Kroutaplenttey- deba ser prudentemente preferida. Es la siguiente: Vondervotteimittiss -Vonder, lege Donder- Votteimittiss, quasi und Bleitziz -Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta etimología, a decir verdad, se halla confirmada por algunas huellas de fluido eléctrico manifiestas en lo alto del campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo, sin embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al lector deseoso de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz. Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs. 27 a 5.010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y blancos, con reclamos y sin iniciales, donde pueden consultarse también las notas marginales autógrafas de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell.
No obstante la oscuridad que envuelve la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y la etimología de su nombre, no cabe duda, como dije antes, de que siempre existió como lo vemos actualmente. El hombre más viejo de la villa no recuerda la menor diferencia en el aspecto de cualquier parte de la misma, y, a decir verdad, la sola insinuación de semejante posibilidad es considerada un insulto. La aldea está situada en un valle perfectamente circular, de un cuarto de milla de circunferencia, aproximadamente, rodeado por encantadoras colinas cuyas cimas sus habitantes nunca osaron pasar. Lo justifican con la excelente razón de que no creen que haya absolutamente nada del otro lado.
En torno a la orilla del valle (que es muy uniforme y pavimentado de baldosas chatas) se extiende una hilera continua de sesenta casitas. De espaldas a las colinas, miran, claro está, al centro de la llanura que queda justo a sesenta yardas de la puerta de cada una. Cada casa tiene un jardinillo delante, con un sendero circular, un cuadrante solar y veinticuatro repollos. Los edificios mismos son tan exactamente parecidos que es imposible distinguir uno de otro. A causa de su gran antigüedad el estilo arquitectónico es algo extraño, pero no por ello menos notablemente pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de manera que las paredes semejan un tablero de ajedrez de gran tamaño. Los gabletes miran al frente y hay cornisas, tan grandes como todo el resto de la casa, sobre los aleros y las puertas principales. Las ventanas son estrechas y profundas, con vidrios muy pequeños y grandes marcos. Los tejados están cubiertos de abundantes tejas de grandes bordes acanalados. El maderaje es todo de color oscuro, muy tallado, pero pobre en la variedad del diseño, pues desde tiempo inmemorial los tallistas de Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el reloj y el repollo. Pero lo hacen admirablemente bien y los prodigan con singular ingenio allí donde encuentran espacio para la gubia.
Las casas son tan semejantes por dentro como por fuera, y el moblaje responde a un solo modelo. Los pisos son de baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera negra con patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las chimeneas son anchas y altas, y tienen no sólo relojes y repollos esculpidos en el frente, sino un verdadero reloj que hace un prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y en cada extremo un florero con un repollo que sobresale a manera de batidor. Entre cada repollo y el reloj hay un hombrecillo de porcelana con una gran barriga, y en ella un agujero a través del cual se ve el cuadrante de un reloj.
Los hogares son amplios y profundos, con morillos de aspecto retorcido y agresivo. Allí arde constantemente el fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de repollo agrio y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa vigila continuamente. Es una anciana pequeña y gruesa, de ojos azules y cara roja, y usa un gran bonete como un terrón de azúcar, adornado de cintas purpúreas y amarillas. El vestido es de una basta mezcla de lana y algodón de color naranja, muy amplio por detrás y muy corto de talle, a decir verdad muy corto en otras partes, pues no baja de la mitad de la pierna. Las piernas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un bonito par de calcetines verdes que se las cubren. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con un lazo de cinta amarilla que se abre en forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño reloj holandés; en la derecha empuña un cucharón para el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato mosqueado, con un reloj de juguete atado a la cola que «los muchachos» le han puesto por bromear.
En cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen cada uno dos pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que les llega hasta los muslos, calzones de piel de ante, calcetines rojos de lana, pesados zapatos con hebilla de plata y largos levitones con grandes botones de nácar. Cada uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca y en la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas que caen de los repollos, ya de dar una coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la cola para ponerle tan elegante como al gato.
Justo delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de cuero, con patas retorcidas de puntas finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa en persona. Es un anciano pequeño e hinchado, de grandes ojos redondos y doble papada enorme. Sus ropas se parecen a las de los muchachos, y no necesito decir nada más al respecto. Toda la diferencia reside en que su pipa es un poco más grande que la de aquéllos y puede aspirar una bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo lleva en el bolsillo. A decir verdad, tiene que cuidar algo más importante que un reloj, y he de explicar ahora de qué se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo menos, uno de sus ojos resueltamente clavado en cierto objeto notable que se halla en el centro de la llanura.
Este objeto está situado en el campanario del edificio de la Municipalidad. Los miembros del Consejo Municipal son todos muy pequeños, redondos, grasos, inteligentes, con grandes ojos como platos y gordo doble mentón, y usan levitones mucho más largos y las hebillas de los zapatos mucho más grandes que los habitantes comunes de Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la villa han tenido varias sesiones especiales y han adoptado estas tres importantes resoluciones:
«Que está mal cambiar la vieja y buena marcha de las cosas.»
«Que no hay nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss», y
«Que seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.»
Sobre la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre, y en la torre el campanario, donde existe y ha existido, desde tiempos inmemoriales, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y a este objeto se dirige la mirada de los viejos señores sentados en los sillones con asiento de cuero.
El gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre, de modo que se lo puede ver fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y blancos, las agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es cuidarlo; pero esta obligación es la más perfecta de las sinecuras, pues jamás se ha sabido hasta hoy que el reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado nada de él. Hasta hace poco tiempo, la simple suposición de semejante cosa era considerada herética. Desde el más remoto período de la antigüedad al cual hacen referencia los archivos, la gran campana ha dado regularmente la hora. Y a decir verdad, lo mismo ocurría con todos los otros relojes grandes y chicos de la villa. Nunca hubo otro lugar semejante para saber la hora exacta. Cuando el gran badajo consideraba oportuno decir: «¡Las doce!», todos sus obedientes seguidores abrían la boca simultáneamente y respondían como un verdadero eco. En una palabra: los buenos burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero estaban orgullosos de sus relojes.
Todas las gentes que poseen sinecuras son más o menos respetadas, y como el campanero de Vondervotteimittiss tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más perfectamente respetado de todos los hombres del mundo. Es el principal dignatario de la villa, y los mismos cerdos lo miran con un sentimiento de reverencia. Los faldones de su levita son mucho más largos; su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más, grandes que los de cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su papada, no sólo es doble, sino triple.
Acabo de pintar la feliz condición de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso cuadro tuviera que sufrir un cambio!
Era un viejo dicho de los más prudentes habitantes que «nada bueno puede venir del otro lado de las colinas»; y en verdad parece que las palabras tuvieron algo de proféticas. Faltaban anteayer cinco minutos para mediodía cuando apareció un objeto de aspecto muy extraño en lo alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo, por supuesto, la atención universal, y cada pequeño señor sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de sus ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj de la torre.
En el momento en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el singular objeto en cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía las colinas a gran velocidad, de modo que todos tuvieron pronto oportunidad de mirarlo bien. Era en verdad el personaje más precioso y más pequeño que jamás se hubiera visto en Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un oscuro color tabaco y tenía una larga nariz ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca y una excelente hilera de dientes que parecía deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las patillas no quedaba nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de faldones puntiagudos, de uno de cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir negro, medias negras y escarpines de punta mocha con grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo un brazo llevaba un gran chapeau-de-bras y bajo el otro un violín casi cinco veces más grande que él. En la mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco con el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los honestos burgueses de Vondervotteimittiss!
Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y siniestro, y mientras corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera dado algo por atisbar debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que provocaba justa indignación era que el picaro galancete, mientras daba aquí un paso de fandango, allí una vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los ojos cuando, faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en medio de ellos, hizo un chassez aquí, un balancez allá y luego, después de una pirouette y de unpas-de-zephyr, subió como en un vuelo hasta el campanario del edificio de la Municipalidad, donde el campanero, estupefacto, fumaba con expresión de dignidad y espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo sacudió y lo empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras en la cabeza, se lo hundió hasta la boca y entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que entre el campanero tan gordo y el violín tan hueco se hubiera jurado que había un regimiento de tambores redoblando la retreta del diablo en lo alto del campanario de la torre de Vondervotteimittiss.
No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes este ataque sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces faltaba sólo medio segundo para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una cuestión de absoluta y suprema necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes. Parecía evidente, sin embargo, que justo en ese momento el individuo de la torre estaba haciendo con el reloj algo que no le correspondía. Pero como empezaba a sonar, nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues estaban todos entregados a contar las campanadas.
-¡Una! -dijo el reloj.
-¡Uuna! -repitió como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento de cuero, en Vondervotteimittiss-. ¡Uuna! -dijo también su reloj-. ¡Una! -dijo también el reloj de su mujer-. ¡Uuna! -los relojes de los muchachos y los pequeños y dorados relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo.
-¡Dos! -continuó la gran campana.
-¡Tos! -repitieron todos los relojes.
-¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! -dijo la campana.
-¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! -respondieron los otros.
-¡Once! -dijo la grande.
-¡Once! -asintieron las pequeñas.
-¡Doce! -dijo la campana.
-¡Toce! -replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz.
-¡Y las toce son! -dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus relojes. Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos.
-¡Trece! -dijo.
-¡Der Teufel! -boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo, dejando caer la pipa y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.
-¡Der Teufel! -gimieron-. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece!
¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión.
-¿Qué le pasa a mi fiendre? -gimieron todos los muchachos-. ¡Ya tebo esdar hambriento a esda hora!
-¿Qué le pasa a mi rebollo? -chillaron todas las mujeres-. ¡Ya tebe esdar deshecho a esta hora!
-¿Qué le pasa a mi biba? -juraron los viejos y pequeños señores-. ¡Druenos y cendellas! -y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó inmediatamente de un humo impenetrable.
Entretanto los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados en los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las chimeneas apenas podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece y en agitar y menear los péndulos, que eran realmente horribles de ver. Pero lo peor de todo es que ni los gatos ni los cerdos podían soportar más la conducta de los relojitos atados a sus colas, y lo demostraban disparando por todas partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando, aullando y berreando, arrojándose a las caras de las gentes, metiéndose debajo de las faldas y creando el más horrible estrépito y la más abominable confusión que una persona razonable pueda concebir. Y el pequeño y desvergonzado bribón de la torre hacía evidentemente todo lo posible para tornar más afligentes las cosas. De vez en cuando podía vérselo a través del humo. Estaba sentado en el campanario sobre el campanero, que yacía tirado de espaldas. El bellaco sujetaba con los dientes la cuerda de la campana y la sacudía continuamente con la cabeza, provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo pensarlo. Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque! de «Judy O’Flannagan and Paddy O’Rafferty».
Estando las cosas en esa lastimosa situación abandoné el lugar con disgusto, y ahora apelo a todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa a la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre al pequeño individuo.
"The Devil in the Belfry", 1839



martes, 18 de febrero de 2014

CUENTO: La casa del diablo

TRABAJO DE LECTURA


Dar respuesta a las siguientes preguntas teniendo en cuenta la lectura del cuento:

1- ¿Cuáles son los personajes del cuento?
2- ¿Qué significado tiene la palabra "gótico"?
3- ¿Qué le sucedió a Luciano?
4- Describe cada uno de los personajes de la lectura (según como te los imagines)
5- Describe la casa del diablo


LA CASA DEL DIABLO
lectura tomada de:
cuentosdeterrorcortos.blogspot.com

Luciano iba mirando el paisaje por la ventanilla de la camioneta. Ya estaban cerca del poblado y empezaron a pasar frente a las primeras casas. Una de las viviendas llamó la atención de Luciano. Era muy grande, de un estilo aparentemente gótico, aunque no parecía tan vieja, pero sí lucía muy descuidada, y todo indicaba que nadie la habitaba.

- ¿Y esa casa? -le preguntó Luciano a su tía; ella estaba a su lado, en el asiento de atrás. Quien conducía la camioneta era su tío.
- Esa casa, es la que aquí todos conocen como “la casa del Diablo” -le contestó la tía, y se santiguó, casi como un acto reflejo.
- ¿La casa del Diablo? ¿Por qué? -preguntó ahora Luciano, enderezándose hacia ella. El tío los miraba por el retrovisor y sonreía.
- Según escuché, la familia que vivía ahí (de esto hace mucho) practicaba rituales satánicos. Ahora la gente rumorea que está embrujada, o poseída, diría yo, y… dicen que cada tanto, cuando por las noches hay mucha “actividad” en la casa y se sienten ruidos, algunos vecinos le hacen una ofrenda (van de día, por supuesto, al atardecer a más tardar) y los ruidos paran por varias noches.
- Luciano, no dejes que tu tía te llene la cabeza con esas tonterías -intervino su tío.
- No son tonterías, todos lo dicen. Él fue el que preguntó.
La conversación terminó allí. Entraron al poblado y pronto llegaron a destino. Luciano iba a pasar unas semanas allí.
Como el lugar era muy pequeño enseguida se hizo de un montón de conocidos. Por las tardes iba al arroyo donde se bañaban familias enteras. Así, socializando, fue que consiguió que lo invitaran a un cumpleaños.
El cumpleaños se celebró en una vivienda que estaba bastante apartada del resto. Era noche desde hacía unas horas cuando Luciano volvía a pie por uno de los caminos. Súbitamente tomó conciencia de que iba a cruzar frente a la supuesta casa embrujada.
Como la noche era clara el caserón resaltaba en el paisaje. Unos árboles que estaban en el frente se agitaban moviendo sus sombras por la fachada de la construcción abandonada. Cuando una de las sombras descubrió momentáneamente la puerta del lugar, Luciano se estremeció de golpe, y siguió caminando con pasos rígidos, con ganas de echarse a correr. Al deslizarse la sombra vio una cabeza alargada hacia el frente que tenía cuernos.

Un sonido conocido lo hizo detenerse, y recordó lo que había visto, riendo nerviosamente después. El sonido era un balido de cabra. Volvió sobre sus pasos y miró bien. Era una cabra. El animal se encontraba atado con una cuerda muy corta a la perilla de la puerta.
Entonces recordó el asunto de las ofrendas. Como era un muchacho de mucha conciencia no iba a permitir que aquel pobre animal quedara allí.
El portón de rejas de la propiedad estaba entornado. Entró al patio y pasó al lado de los árboles que se mecían de un lado al otro. La cabra se asustó al verlo, pero tras hablarle calmadamente el animal confió. La desató y la cabra salió corriendo a los balidos. Al mirar al animal escapar, Luciano le dio la espalda a la puerta, y ni bien lo hizo escuchó con terror que esta empezaba a abrirse con un largo rechinido. No tuvo tiempo ni de gritar.
Por la mañana, un tipo de la zona vio a una cabra que andaba en el campo y quedó boquiabierto. Llamó a su esposa, y le dijo mirando al animal, señalándolo con un dedo:

- Esa es la cabra que le ofrecimos a la casa del Diablo, ¿no?
- ¡Por Dios! Es la misma, debe haberse escapado.
- Pero, si se escapó, ¿por qué anoche no hubo alboroto en la casa?

lunes, 3 de febrero de 2014

CUENTO: Historia de fantasmas

TRABAJO DE LECTURA PARA EL GRADO OCTAVO (8°)

LECTURA TOMADA DEL LIBRO
"HISTORIAS CON MISTERIO" de - Akinari Hoffmann Lisle - Adam Chesterton
de la colección "LIBRO AL VIENTO"


Cuento:

HISTORIA DE FANTASMAS

 e.t.a. hoffmann 1776 1822

Traducción de Santiago Restrepo

Cipriano se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación, como hacía cada vez que algo le preocupaba profundamente y necesitaba ordenar sus pensamientos para expresarse. Sus amigos se reían en silencio. En sus miradas se podía ver que pensaban: “¡Qué aventuras nos irá a contar ahora!” Cipriano se sentó e inició su relato: –Como ustedes saben, hace un tiempo, poco antes de la última campaña militar, estuve visitando al coronel Von P. El coronel era una persona despierta y alegre, y su esposa era muy tranquila y de una gran candidez. “Cuando visité al coronel, su hijo estaba en el ejército, así que, además de la pareja, su familia estaba formada por dos hijas y una vieja francesa, quien se desempeñaba como una especie de institutriz, a pesar de que las dos jovencitas ya parecían haber dejado atrás la edad para eso. La mayor de las hijas, Augusta, era muy despierta y tan llena de vida que hasta traviesa era. No carecía de inteligencia, pero así como no podía dejar de dar cinco pasos sin hacer tres piruetas, saltaba incesantemente de una cosa a otra en la conversación y así en todas sus acciones. La vi bordar, leer, pintar, cantar, bailar, todo ello en menos de diez minutos; también la vi llorar por el pobre primo que había muerto en la guerra y, con las amargas lágrimas todavía en los ojos, estallar en una carcajada estruendosa cuando la francesa, sin darse cuenta, dejó caer tabaco encima del pequeño perro, que de inmediato comenzó a ladrar furioso mientras la vieja francesa se lamentaba: “Ah, ¡che fatalità! – ah cariño – ¡poverino!” La francesa acostumbraba hablarle al perro solamente en italiano pues éste había nacido en Padua. Así, la hija menor era la jovencita de cabellos rubios más encantadora que uno pudiera imaginarse y en todos sus caprichos había bondad y gracia, ejerciendo así, sin quererlo, un encanto irresistible. “La hija menor, que se llamaba Adelgunda, ofrecía un raro contraste. En vano busco palabras para describirles el asombro que me causó esta jovencita la primera vez que la vi. Imagínense ustedes la figura más bella y el más hermoso rostro. Pero a la vez, sus mejillas y sus labios estaban cubiertos de una palidez mortal y la niña se movía en silencio, despacio y con pasos medidos, y cuando una palabra a media voz salía de sus labios apenas abiertos y resonaba en el salón, me sentía invadido de estremecimientos fantasmales. Vencí pronto este miedo y cuando esta jovencita ensimismada trataba de hablar desde su interior, tuve que admitir que lo raro, lo fantasmal, sólo estaba en su exterior y no se veía para nada en su interior. En lo poco que la jovencita decía, se podían apreciar una ternura femenina, razonamientos claros y un tempera- mento amigable. No se veían en ella excesos de tensión, aunque la sonrisa llena de dolor y la mirada llorosa hacían sospechar que había algún tipo de enfermedad física que afectaba el ánimo de la tierna niña. “Me pareció muy raro que todos los miembros de la familia, incluida la francesa, parecieran atemorizarse cuando alguien hablaba con la jovencita y trataban de interrumpir la conversación, entrometiéndose a veces de manera muy forzada. Pero aún más raro era que justo a las ocho de la noche, primero la francesa, luego la mamá, la hermana y el padre, le advertían a la jovencita que se retirara a su habitación, tal como se les dice a los niños que deben ir a dormir, para que no se cansara demasiado y pudiera dormir bien. La francesa la acompañaba, de modo que ninguna de ellas podía esperar la comida, que se servía a las nueve. La esposa del coronel, dándose cuenta de mi asombro y para evitar cualquier pregunta, dijo que Adelgunda estaba muy enferma y que a las nueve de la noche siempre tenía ataques de fiebre y que por eso el médico les había aconsejado que a esa hora la dejaran en absoluto reposo. Yo sentía que debía estar ocurriendo algo muy distinto, sin sospechar exactamente de qué se trataba.
“Sólo hasta hoy me vine a enterar de la horrible verdad de lo que sucedió y de las consecuencias que destruyeron de una forma tan horrible a esta pequeña y alegre familia. “Anteriormente Adelgunda era la niña más alegre y jovial que pudiera encontrarse. La familia le celebró su cumpleaños número catorce y fueron invitadas varias de sus amigas. Las jovencitas estaban sentadas en círculo en el pequeño y bonito bosque del jardín del castillo y jugaban y reían sin preocuparse por la oscuridad que aumentaba a medida que caía la noche, pues soplaba la refrescante brisa de julio y apenas estaban comenzando a divertirse. Durante el mágico crepúsculo, las niñas comenzaron a bailar varias danzas en las que representaron elfos y otros duendes. –Oigan –dijo Adelgunda, apenas el pequeño bosque se oscureció por completo–, oigan niñas, ahora voy a aparecer como la mujer de blanco de la que tanto hablaba nuestro difunto jardinero. Pero para eso tienen que venir conmigo hasta donde termina el jardín, allí donde está el viejo muro. “Dicho esto, Adelgunda se envolvió en su chal blanco y corrió veloz a través del sendero. Las demás jovencitas la siguieron bromeando y riendo. “Pero apenas Adelgunda llegó a un arco viejo y casi caído, quedó petrificada: se quedó parada sin poder mover pies ni brazos. Las campanas del reloj del castillo tocaron las nueve:
–¿No ven nada? – gritó Adelgunda con el tono del más hondo terror – ¿No ven nada? ¿No ven la figura que está frente a mí? Oh, Jesús, está estirando la mano hacia mí ¿No la ven? “Las niñas no vieron nada pero todas se asustaron y salieron corriendo horrorizadas, salvo una, la más valiente, que se armó de valor y saltó hasta donde estaba Adelgunda y trató de tomarla en sus brazos. Pero en ese instante Adelgunda cayó como muerta al suelo. Los estruendosos gritos de angustia de las jovencitas hicieron que todos los que estaban en el castillo salieran apresuradamente y entraran a Adelgunda. Finalmente Adelgunda despertó de su desmayó y contó temblando, que apenas había llegado al arco, se le había aparecido al frente una figura etérea, como rodeada de niebla, que había estirado la mano ha- cia ella. Como es natural, todos atribuyeron la aparición a las maravillosas ilusiones que produce la tenue luz del atardecer. Esa misma noche, Adelgunda se recuperó tan bien del susto que nadie temió que le sucediera algún mal y más bien todos esperaron que el asunto se diera por terminado. ¡Pero algo muy distinto sucedería! “La noche siguiente, apenas dieron las nueve, Adelgunda estaba rodeada de gente cuando se levantó aterrorizada y gritó: – ¡Ahí está!, ¡ahí está! ¿Acaso no lo ven? ¡Está frente a mí!
– ¡ahí está!, ¡ahí está! ¿acaso no lo ven?  ¡está frente a mí!
“Desde esa desgraciada noche, cada vez que daban las nueve, Adelgunda decía que la figura se le aparecía enfrente durante algunos segundos, sin que nadie más pudiera percibir en lo más mínimo o tener alguna sensación física de la cercanía de algún ser espiritual. Entonces, todos pensaron que la pobre Adelgunda estaba loca y la familia se avergonzó, por un extraño absurdo, del estado de la hija, la hermana. Esta era la causa de aquel particular comportamiento de la jovencita, que anteriormente les relaté. “No faltaron médicos ni medios para tratar de librar a la pobre niña de la idea fija, que era como ellos llamaban a la aparición que Adelgunda decía ver. Pero todo fue en vano y ella rogó, en medio de las lágrimas, que simplemente la dejaran en paz, pues la figura de rasgos inciertos e irreco- nocibles no tenía nada terrorífico en sí misma y ya no le producía miedo; sin embargo, después de cada aparición de la figura, Adelgunda quedaba desganada, como si su interior se despojara de sus pensamientos y flotara incorpóreamente a su alrededor, dejándola enferma y débil. “Finalmente, el coronel conoció a un famoso médico, de quien se decía que podía curar locos de una forma por lo demás bien astuta. Cuando el coronel le contó al médico lo que sucedía con Adelgunda, éste rió con fuerza y dijo que nada sería más fácil que curar esa locura, que simple- mente era el producto de una imaginación sobreexcitada. La idea acerca de la aparición del fantasma estaba tan  asociada a los golpes de la campana de las nueve, que la fuerza interior de la mente de Adelgunda ya no las podía separar, por lo que había que causar esa separación desde afuera. Esto podría conseguirse muy fácilmente engañan- do a la jovencita con el tiempo, haciendo que pasaran las nueve sin que ella se diera cuenta. Si pasadas las nueve el fantasma no había aparecido, entonces ella misma se daría cuenta de que se trataba de una ilusión y la cura se completaría mediante medicamentos para fortalecerla. ¡La familia decidió llevar a cabo el desafortunado consejo! “Una noche, la familia atrasó una hora todos los relojes del castillo, incluso un reloj que producía un ruido fuerte, de modo que cuando Adelgunda se despertara a la mañana siguiente, forzosamente creyera que era una hora más temprano. Al día siguiente llegó la noche y la pequeña familia estaba, como de costumbre, reunida en un cuarto bien adornado y ningún extraño estaba presente. La esposa del coronel procuró contar cosas divertidas y el coronel comenzó, como era su costumbre cuando estaba de excelente ánimo, a tomarle el pelo a la francesa ayudado por Augusta (la mayor de las niñas). Todos reían y estaban contentos como nunca. “Entonces el reloj de pared dio las ocho (eran entonces en realidad las nueve) y Adelgunda se hundió en el asiento pálida como la muerte. ¡Los utensilios de costura se le cayeron de las manos! Luego se levantó, con el terror
estremeciendo su rostro, miró hacia un espacio vacío del cuarto y murmuró con voz apagada y débil: –¿Qué? ¿Una hora antes? ¡Ah! ¿Lo ven? ¿Lo ven? Está justo frente a mí, ¡justo frente a mí! “Todos se estremecieron del susto, pero como ninguno vio nada, el coronel dijo: –¡Adelgunda! ¡Cálmate! No es nada, lo que te engaña es una ilusión, un juego de tu imaginación. Nosotros no vemos nada, absolutamente nada. Si de verdad se apareciera frente a ti una figura, ¿acaso no deberíamos verla tan bien como tú? ¡Cálmate! ¡Cálmate Adelgunda! – Dios mío, Dios mío –suspiró Adelgunda– ¡Me van a volver loca! Miren, está estirando su brazo blanco hacia mí. Me hace señas. “Y como si no tuviera voluntad, con la misma mirada absorta, Adelgunda extendió su mano hacia atrás, cogió un plato pequeño que por casualidad estaba sobre la mesa, lo extendió frente a sí en el aire y lo soltó. Y el plato, como llevado por una mano invisible, flotó en círculos y despacio alrededor de los presentes, ¡para luego posarse nuevamente en silencio sobre la mesa! La esposa del coronel y Augusta sufrieron un profundo desmayo seguido de una calurosa fiebre nerviosa. El coronel trató de recomponerse con todas sus fuerzas, pero podía notarse en su descompuesto semblante el profundo y perjudicial efecto de aquel fenómeno sin explicación. La vieja francesa
se había arrodillado inclinando el rostro sobre el suelo y todavía rezaba. Al igual que Adelgunda, la francesa se libró de todas las terribles consecuencias. “Poco tiempo después la esposa del coronel murió. Au- gusta superó la enfermedad, pero hubiera sido preferible la muerte a su estado actual. A ella, que estaba llena de vida como lo dije anteriormente, la invadió una locura horrible y terrorífica, más que cualquiera producida por una obse- sión. Ella se hizo a la idea de que era el espanto incorpóreo que veía Adelgunda y huía de todas las personas o al menos evitaba, apenas se encontraba con alguien, hablar o mover- se. Apenas se atrevía a respirar, pues creía firmemente que si revelaba su presencia de esa u otra manera, podría llevar a los demás a una muerte horrible. Le abrían la puerta, le colocaban la comida, luego huía furtivamente y comía en secreto y así era en todo lo demás. ¿Puede haber un estado más atroz? El coronel por su parte, afligido y en un estado de desesperación, se fue con el ejército a una nueva campaña militar. Murió en la triunfal batalla cerca a W. “Lo notable, muy notable, es que desde esa siniestra noche Adelgunda se liberó del fantasma. Desde entonces cuida fielmente a su hermana enferma con la ayuda de la francesa. Hoy me dijo Silvestre, el tío de las pobres niñas que está de visita, que va a pedir la opinión del buen R… acerca del tratamiento que en todo caso se podría intentar con Augusta. Permita el cielo esa improbable curación”.
Cipriano calló y también sus amigos permanecieron en silencio, absortos en sus pensamientos y mirando al frente. Finalmente Lotario dijo: – ¡Esa sí que es una condenada historia de fantasmas! Pero no puedo negar que estoy temblando, aunque todo el asunto del plato en el aire me parece infantil y de mal gusto. – ¡No tan rápido! –tomó la palabra Ottmar – ¡No tan rápido querido Lotario! Tú sabes lo que yo pienso de las historias de fantasmas, tú sabes que estoy en contra de todos los que ven apariciones.